ISHTAR YASIN GUTIÉRREZ
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La catedral sumergida

8/27/2015

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Cuando llegué a Moscú recuerdo el viaje en autobús y por la ventana, los abedules. Estaba oscuro pero se veían claros y para mí, me imagino también para los compañeros de viaje, eran la entrada a un bosque nuevo.
Nos dejaron en el gran hotel “Universitiet”. Teníamos  muchos orígenes: latinos, africanos, árabes y asiáticos. Era como estar en una torre de Babel. Recuerdo la ventana en la habitación, era del tamaño de la pared. Desde lo alto los edificios dominaban el paisaje y en la memoria esa imagen me aparece de color sepia.
Al día siguiente arrastraba la maleta detrás de una rusa muy seria, casi indiferente. Se notaba que cumplía con la obligación de llevarme a algún sitio. Hacía frío y me cubrí con un poncho peruano que llamaba la atención. Por momentos recuerdo que el paisaje se veía gris, con colores opacos y tristes. Era el fin del otoño.
La mujer se detuvo frente a un edificio de cinco pisos que parecía una caja de música. Se escuchaban decenas de melodías a la vez, con distintos instrumentos musicales y estilos. Era la residencia estudiantil del Conservatorio Tchaikovski. Allí viví durante un año, mientras estudiaba el idioma ruso.
Recuerdo que la residencia estaba frente a un jardín infantil que a su vez estaba al lado de una casa de reposo o clínica psiquiátrica. ¡Muy oportuno! Pensarán algunos… ¿Te acuerdas de aquel violinista argentino a quien se le paralizaron las manos y solo tuvo que cruzar la calle?
Y una tarde, Fernando, un buen amigo de Costa Rica, estudiante de clarinete, me invitó a un concierto en el Conservatorio de Moscú. 
Bajamos del trolebús, y caminamos hacia la calle Bolshaya Nikitskaya, hasta llegar al Conservatorio, un edificio del siglo XVIII, que fue la mansión de un aristócrata ruso.  En la entrada vimos la estatua de Tchaikovski, cubierta por una falda de nieve. Motivo de risas secretas y maliciosas entre algunos estudiantes. ¡Ah, esos latinos! ¡Se ríen de todo!
Un tumulto de gente corría y se amontonaba al lado de la puerta del “Gran Auditorio del Conservatorio de Moscú”. Había estudiantes de todo el mundo, pero sobre todo soviéticos; algunos con personalidades raras o excéntricas, otros con intensos mundos interiores. Dicen que el carácter del músico depende del instrumento que ejecute y ¡es cierto! (para entender mejor ver  “Ensayo de orquesta” de Federico Fellini).
Le pregunté a Fernando: ¿Quién era el artista? Y él me dijo un nombre que nunca había escuchado. Era un músico ruso que siempre daba conciertos sorpresivos; además fue alumno de este conservatorio y también maestro.
Un grupo de estudiantes empujaba la puerta y nos unimos al tumulto. Entramos al largo corredor con columnas y paredes amarillas. Una acomodadora del teatro nos  dirigió hasta el segundo piso. 
Nos sentamos en el balcón en primera fila y quedamos en silencio, todavía sin creer tanta suerte. Alrededor los murmullos y en las paredes retratos de compositores rusos. En el escenario un antiguo órgano de madera y bajo una luz cenital, el piano negro de gran cola.
Ultima llamada. Las butacas se oscurecen y se hace un completo silencio. Aparece un hombre bajito, de cabello gris, anteojos, que sin perder la concentración se detiene al lado del piano y saluda al público. Estalla una ovación y él saluda con sobriedad y se sienta en el banquito forrado de terciopelo. 
El silencio es distinto. Es parte de la misma música. Primero me impacta la fuerza, la precisión, la capacidad de crear intensidades y luego llegar a la suavidad, a lo casi imperceptible. Cierro los ojos.
Al salir del teatro nos alejamos hacia una calle solitaria y nos quedamos largo rato caminando, sin hablar. Luego nos dimos un fuerte abrazo. Era un acontecimiento que nos  había transformado.
Fernando me dijo: Lo que acabas de escuchar son las sonatas de Hayden y “La catedral sumergida” de Debusy. Y el intérprete, para que no lo olvides, se llama Sviatoslav Richter.
Al año siguiente, en 1986, Richter partió a Siberia en una gira y dicen que dio alrededor de 150 recitales. Llevaba su propio piano y tocaba en pueblos remotos donde no había una sala de conciertos. Pero cuentan también que él prefería tocar en salas oscuras, donde apenas se ilumina con una lámpara la partitura, para que los espectadores no se distraigan con los gestos o expresiones del pianista.
Y caminamos hacia la residencia estudiantil. En lo alto, con fondo rojo, un cartel gigante de Vladimir Lenin. La oscuridad del camino, la luz de los abedules, el hielo frágil, resbaladizo, peligroso; abajo el agua helada del río. El sonido de los pasos en la nieve, el aire frío, Los graznidos de los cuervos, la respiración que se vuelve nieve.

Ishtar Yasin
México, agosto, 2015.


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